El buen gobierno y una dirección pública de calidad no son meros conceptos abstractos; son los pilares fundamentales sobre los que se construyen sociedades justas y sostenibles.
La reflexión sobre su esencia nos remonta a la antigua Grecia.
Aquí, Aristóteles, en su inmortal obra “Política”, vislumbró la polis como un espacio de organización social donde la ciudadanía se una en la búsqueda del bien común.
Para el filósofo, la virtud (árete) representaba el camino hacia la excelencia, y la eudaimonía, entendida como la plena realización y la felicidad colectiva, constituía el objetivo supremo de la vida política.
Este legado filosófico resuena con fuerza en el presente, recordándonos que un gobierno eficaz trasciende la mera eficiencia técnica y debe nutrirse de la virtud y la aspiración al bienestar ciudadano.
En este contexto, Lucas Serrano, director del Magíster en Dirección Pública y Gobierno de la Universidad San Sebastián, aporta una perspectiva contemporánea crucial:
“La gestión pública moderna enfrenta desafíos que van más allá de la teoría clásica”.
Sin embargo, Serrano advierte que una dirección pública verdaderamente efectiva no puede limitarse únicamente a la técnica y la evidencia.
Es imperativo respetar los fundamentos filosóficos y sociales que sustentan la existencia misma del Estado.
Uno de estos pilares esenciales es el contrato social, un concepto brillantemente explorado por pensadores de la talla de Hobbes, Locke y Rousseau.
La legitimidad de la autoridad gubernamental emana directamente del consentimiento de la ciudadanía, y su accionar debe estar intrínsecamente alineado con la voluntad popular.
En este sentido, el buen gobierno trasciende la mera eficiencia administrativa para abrazar una relación de confianza y representatividad genuina con la sociedad.
La participación ciudadana emerge como un elemento central, ya que una democracia robusta se nutre de una comunidad informada y activamente comprometida con los asuntos públicos.
“Aquí reside uno de los desafíos más apremiantes de la gobernanza moderna: equilibrar la eficiencia técnica con la participación ciudadana” .
No es suficiente concebir políticas basadas en datos concretos si la población no se involucra en el proceso de toma de decisiones.
La implementación de mecanismos participativos y la creación de espacios genuinos de diálogo son fundamentales para robustecer la legitimidad de las decisiones gubernamentales”, enfatiza Serrano.
En este intrincado escenario, la educación asume un papel protagónico.
Una ciudadanía instruida está mejor equipada para comprender las complejidades de la gestión pública, participar de manera informada en la toma de decisiones y exigir transparencia y rendición de cuentas.
La formación cívica, el acceso irrestricto a información clara y la promoción activa del pensamiento crítico se erigen como herramientas indispensables para una democracia funcional y resiliente.
Además, resulta crucial capacitar a profesionales de diversas áreas en las intrincadas dinámicas del sector público, perfeccionando sus habilidades para abordar las cuestiones públicas con competencia y un firme compromiso con el bien común.
“El futuro se presenta incierto, y la democracia moderna se enfrenta a constantes desafíos en un mundo caracterizado por el cambio y la incertidumbre” .
La tecnología, las fluctuaciones políticas y la transformación de las sociedades plantean retos que exigen gobiernos adaptables, eficientes y, sobre todo, responsables.
Un buen gobierno no se evalúa únicamente por sus resultados tangibles, sino también por su capacidad de integrar a la ciudadanía en la construcción de un futuro compartido.
“En este delicado equilibrio entre la sabiduría clásica de la virtud y una gestión sólidamente fundamentada en la evidencia, se vislumbra el camino hacia una dirección pública de calidad ” , concluye el director del magíster.
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